(Infamia e infancia o la vida del filósofo) [1]
“Siendo lo “legendario” más verdadero
que lo “histórico”,
la cataplasma heraclitiana es tan real
como el chaleco de Renato Descartes”
Leopoldo Marechal
Lo infame en un filósofo puede ser su intimidad. O sea, un filósofo no se hace famoso por el tipo de piyama que usa, o por lo que tiene dentro de él, del piyama digo. Y esto mal que le pese al imperialismo feminista – feminista en sentido estricto - que rige en las escuelas filosóficas oficiales a la fecha. O mejor dicho, merced a ese no obstante templado imperialismo que mantiene la barra divisoria entre cuchicheo y ontología, por así decirlo, y de la forma menos precisa posible. La infamia de un filósofo puede habitar en un estilo de vida, un estilo de vida filosófico, del que los filósofos (haciendo caso a una famosa cláusula tarareada hace un par de décadas por un profeta italiano del rock argentino) prefieren no hablar. Porque mejor no hablar de ciertas cosas, dice el método del discurso. En los años cincuenta Farré hace la apología del filósofo nacional como alma bella académica. Cincuenta años después, pasada la fiesta del pensamiento de la “era de la sospecha”, que dejó el saldo de un manojo de héroes transnacionales de la filosofía muertos por SIDA o mano propia, homosexuales o promotores de la esquizofrenia (de la esquizofrenia-bella), normalizada la sospecha, extendida pero amansada la paranoia en su flagrante estadío picarón, nacionalpopular mass-idiota, de aquella alma bella hoy inverosimilizada, sólo queda el estilo computalizado, exangüe y oficinesco, del nuevo filósofo paperista, que sin mayor alarde de honradez y transmundismo – risibles hoy o demodé – mantiene el mismo disimulo y compostura (la moral de lo serioriguroso) que reclamaba aquel profesor - hogaño pintoresco – dado a condenar a la filosofía como consolación y como pasatiempo, o sea como actitud infantil. Infamia e infancia. La infamia en el filósofo puede estar en su sesgo regresivo. A mí me cae en gracia llamar filósofo no a un profesional que cobra por dar clases en la facultad o suscribir opúsculos impersonales pro currículo, invadido por el tedio laboral y las lecturas obligatorias, sino a esos impúberes capaces de poner en stand by al mundo, y a todos sus ideologemas innatos, leyendo un manual o anonadados en un parágrafo cualquiera del “Ser y la Nada” o “Also sprach Zaratustra”. Un filósofo es aquel que está amando un saber o una sabiduría; una criatura carecida, pobrecita; una entidad adolescente. A esa actitud impública y dependiente quiero considerar filosófica, más que al evidenciamiento de una vocación, o al producido de un quehacer profesional, que puede ser no más que el ejercicio de una astucia aprendida. Un francotirador en chancletas, prefiere mostrar al filósofo en el baño.
La comisión del parricidio es un happening filosófico aún; pero su ulterior asimilación y la aneja conversión que trae, más bien son ya sabiduría. A las sicosis acotadas de la Nausée, de la Angst, o del Thaumadzein, las tomamos por sucedidos filosóficos: la filosofía como una escena de tragedia. Para entender la vida filosófica como gag, puede uno anotarse en la carrera universitaria y disfrutar como voyeur, o bien convertirse en ferdydurkista.
La filosofía como privacidad e inmadurez. Como sicopatología cotidiana de un sujeto tragicómico que regresa a la edad de los por qué, a la pregunta por el ser.
Para templar la mala leche de mi lector dejo constancia en este renglón de que yo no soy filósofo, y ni me interesa delatar si lo he sido.
4/12/05, La Sexta, Rosario
[1] Lectura de “Pre-juiciario…Para una filosofía adulta” de Sebastián Vega.