por Luciano García
u otros

Codear fuera a Farré

Lectura de “Cincuenta años de filosofía en la Argentina”. Luis Farré.
Ediciones Peuser. Prólogo de Coriolano Alberini. 1º ed. 1958, Bs.As.



Tipeo narración y comentarios:
Luciano  García



1

El ideal farreiano del filósofo argentino


Farré no quiere exponer hechos sino meterse en la “intimidad espiritual de nuestros pensadores”. El filósofo es un hombre sincero y atormentado que goza del ascenso del alma a la busca de pureza especulativa (22). El buen filósofo farreiano vive para pensar y no subordina el pensamiento a la economía (27). El filósofo ferreiano es el alma bella, en una palabra. En dos (en tres). Cóndor contemplativo, del bien y la verdad, inmune de consolaciones y pasatiempos, pero no – dirá el cogito cínico de la intimidad espiritual del filósofo pícaro de hoy – del pasatiempo de los consoladores, acaso del filosofar posdeicidio. No es pasatiempo ni distracción ni simulación de profundidad (la mayor de las vanidades dice) como en el caso de ciertos existencialistas de moda (334). La filosofía a lo Boecio o Cicerón, como alivio o consuelo, es “olvidarse de lo que se es, para abismarse en lo que no se es” (335). Consolación y pasatiempo, o sea (quisiera escribir “esto es” y que no me escupan): Fernández y Georgie. La metafísica del Amador y las “desesperaciones aparentes” de aquella ironía paródica seducida, empero empero, por su milenario objeto parodiado. Filosofía: “la más elevada de las disciplinas especulativas” (332); “disciplina que imparcialmente y sin compromiso busca la verdad y se atormenta en el planteamiento de los últimos problemas”. Se hace filosofía “bajo el signo y el ansia de lo universal” (334). “El filósofo aspira a trabajar y decidir para la eternidad” (327). Farré (uno trata de extraer lo peorcito para hacer gracia ya que no la hay; tampoco era tan irrisorio el hombre) considera como otros que el buen filósofo argentino-farreiano debe ser más que un “periodista de cultura”. “La quieta, fácil y angustiada gestación de los problemas cede lugar a la pluma ágil y diestra que nos toca ligeramente y los hace evolucionar en pirotecnia deslumbrante. Sin ascetismo intelectual y sin ciento menosprecio de la fácil gloria momentánea, no puede haber un filosofar serio y grave”. La pedagogía de Farré parece dirigida a un estrado infantil. “Que existan eruditos, expositores, hombres que sepan de sistemas, dotados a la par de un leve matiz crítico; pero que no falten jamás los que se arriesgan a hacer filosofía por su cuenta, sin compromisos con nadie, sino sólo con su espíritu meditativo y libre”. “Es filósofo aquel que busca comprender sus profundas raices, a veces con un atormentado sacrificio de lo actual; hace vibrar intimidades, que luego influencian toda la vida de superficie”.Pedimos libertad y sinceridad dice. “De ellos únicamente se podrá decirse que son filósofos” (329).
“No me las quiero dar de moralista; pero bueno es que reconozca todo esto el que vive para pensar y no subordina el pensamiento a la economía. Aprenderá una lección que nunca está de más repetir: cautela en las propias opiniones, respeto y tolerancia para las ajenas”. “No ha nacido para filósofo sino para inquisidor el que prentenda acuchillar a los adversarios y disidentes”. “Que no se comporte como niño mimado que se abraza a una madre cariñosa en cuyo regazo encuentra calor y nutrición; que como varón salga a la palestra y se las tenga con los presuntos endriagos. Naturalmente que si se dedica a la filosofía para consolarse, no le convienen tales arrebatos; pero entonces que se consagre a la tranquila vida religiosa, y renuncie a la gloria de ser considerado filósofo” (27). El buen pensador es modesto y prudente (154), nada que ver con la hybris de los nischeanos de la vida cotidiana, por lo visto.
No se sabe con que aparato se mide la “sinceridad” de una persona. Y si bien es cierto que la universidad no puede funcionar sin una retórica servil de la “honestidad intelectual”, y ampararse en el platonismo por más que no pueda dejar de perorar siniestramente su inversión, es cierto también que el modelo de especialista – que bien sienta en el saquito del ciudadano posmo-menefrego al uso – tiene (y pese a que detenta su autoridad a base de currículo platonista, porque no hay universidad sin platonismo o sin principio de razón), tiene insisto, bastante poco que ver con el alma bella del filósofo farreísta de hace cincuenta años.
Cien años de filosofía –en la - Argentina. A brindar con agua de Mileto.


Escolio

Mi amiga De Angelis, filósofa y bibliotecaria, despues de ir a pedirle el libro de Farré – gesto que semblantea desde ya a un ser torpemente extravagante – me escribe por el celular que se trata de un texto “pintoresco”. Pintoresco no es un adjetivo infrecuente en la escuela filosófica del hoy, e inclusive – despectivo y todo – es, su acto de enunciación actual, igualmente pintoresco, al menos para mí, que soy a la vez, en el mejor de los casos, un pintoresco actual. El adjetivo me trae a la memoria no justamente lo mejor de las clases del profesor Armando Poratti, noble helenista, gran profesor no sólo por leer el griego antiguo a la velocidad de Tato Bores (lo que embelecaba a ciertos fofos imberbes de entonces con una escala de valores tan triste y equivocada y que es sin embargo imperio allí) sino por anexar a sus virtudes de especialización calidad profesional, calidez pedagógica y una sofrosine en definitiva acorde a su objeto, que muchas damas de cátedra, deverían envidiar, a más de las otras virtudes ya reconocidas.
Decir pintoresco parece querer decir sin valor de vigencia, lo cual no me parece cierto, dado que varios de esos tics de época visibles en el texto de Farré, yacen encubiertos en las idioteces actuales de sus herederos contemporáneos, más cínicos pícaros y paranoicos, como la circunstancia obliga, pero no menos farreros.
A la ternura adusta y ahora pintoresca de Farré le devolvemos lectura irónica y pícara también pintoresca, pensando que el señor Farré – hoy no existente – no tendrá – por eso mismo – motivos para ofenderse.
Yo he practicado digitación, otros podrán encontrar otra delectación y otros frutos en este modesto trabajo mío, de escaso valor, pero no tan escaso como es costumbre de otros.


2

Macedonio la amistad sus amigos filósofos y la “filosofía argentina”


Da la sensación de que comienza a suceder, con frecuencia mayor, lo que quizá era previsible: Macedonio Fernández comienza a penetrar el ¿velo de Maya? de la filosofía oficial argentina. Oficial, legítima, legal, autorizada, seria, rigurosa, normal, en fin, no se me ocurre considerar a eso de otra forma por ahora. Con la precaución, todavía, del sintagma-aviso “literatura y filosofía” aparecen algunos artículos este año en la revista La Biblioteca bajo el lema general de “¿Existe la filosofía argentina?” que tratan a Macedonio Fernández en sintonía filosófica con un relajamiento que antes no parecía posible en medios parecidos.
A continuación voy a tratar, de la forma que creo puede merecerlo, sobre las relaciones vinculares y filiales de Macedonio Fernández con los filósofos normales de sus épocas y con las normalidades filosóficas de entonces. Relaciones no de Macedonio con la filosofía, sino de él con la filosofía argentina y con los filósofos argentinos, o sea, el doble lazo de la filía con lo impersonal del saber y con lo personal de los colegas en particular o, en general, de los otros. Oportunamente en un momento en que, parece, Macedonio – Fernández – comienza a ser afiliado a lo filosófico seriamente respetable – público – de la filosofía argentina.

Básicamente los amigos de Macedonio del palo de la filosofía, unas leves y lejanas amistades presuntas que le fueron endilgadas sin mayor detalle, son las que uno encuentra habitando el capítulo XI del libro de Farre: “CAPÍTULO XI. Existencialismo y Tendencias Afines”. Las dos amistades juveniles dignas de pertenecer al libro de Farre, en cambio, fueron Juan B. Justo (nueve años mayor) (“CAPÍTULO V. El Materialialismo: Aníbal Ponce y Juan B. Justo. Balance y Crítica del Positivismo”) y José Ingenieros (tres años menor) (“CAPÍTULO IV. El Positivismo Cientificista de José Ingenieros”), ambos muertos mucho antes que él en la década del veinte. Cómo no hacer la cita de su famosa máxima sobre la amistad que decía que era poco lo que uno podía pretender escribiendo libros ya que ni siquiera era capaz de persuadir a sus amigos. O trastocando el apotegma imperecedero de Aristóteles se podría sostener: Afectuoso con Juan y José; pero más afectuoso con la Afección.
Evidentemente, la cultura argentina – o sea, porteña – de aquella época, de principios del siglo XX, se parece un poco a la Grecia del origen del pensamiento. Un grupo de aristócratas de la cabeza, una escasa élite de la ciudad, prorratea entre ellos la Urdoxa, las opiniones científicas de prestigio en este caso no desprendidas del cosmos sino del mundo – una entidad geohistórica -. La polis rioplatense de aquella época, a diferencia de la vieja y lejanísima Europa (estaba muy lejos entonces), era una especie de ciudad-estado a lo Atenas, con la diferencia, quizá, de que sus extranjeros venían no en calidad de sofistas sabios o profesores sino antes bien de mano de obra barata. Lo que llegaba del extranjero eran doctrinas en forma de paralelepípedos de papel. El Recienvenido filosófico, a la sazón si se me permite, era el más autóctono de todos, un argentino de estirpe remota y oligárquica. Era una época preacadémica, o sea, socrático-presocrática. No existía aún la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, y Alberini aún no cantaba. Y allí nadie tenía a mucho a aquellos griegos de verdad que tuvieron que esperar la llegada del tano Rodolfo Mondolfo para convertirse en lo que hoy son, objeto de adoración erudita, de tesis de bolsillo, y de asociaciones mutuas simpáticas y antipáticas entre alumnos de la carrera “Filosofía”. Juan era el Materialista, José el Positivista…un teatro platoniano, evidentemente, y evidentemente perdido en la era de la boludez del paper donde sólo se hace la dialéctica de la economía sexual y monetaria del otro – en ese corrillo de chusmas asalariadas llamado facultades -, y poco y nada de su economía eidética. En las tertulias en la casa de doña Rosa del Mazo teníamos de un lado de la mesa al Positivista, del otro al Materialista, en la cabecera al Pragmatista y así. Y ese es el origen del “saber” en la Argentina, que podría decirse (total, no hace falta hablar nunca demasiado en serio – ellos no lo hacían - ) comienza con el siglo cual el “milagro griego” iza a la ciencia y la filosofía con su democracia, todo bien entre comillas, por las dudas.
Esta intimidad, este estadío de entrecasa, es apasionante, y edificante. Todos eran amigotes que, apenas salidos de niños, se hacían cargadas en los convites y que terminaron siendo el inventor del socialismo, el inventor de la ciencia, el inventor de la vanguardia literaria…¡y todos en la misma mesa (oh, qué envidia)!
Esto podría enseñar, por ejemplo, que las distintas corrientes del encarnizado pensamiento en la Argentina, surgen de una mera rivalidad entre agonistas, entre amigos pero más amigos del saber, que desde luego – al fin y al cabo eran periféricos pero modernos – abandonaron prematuramente las tertulias para volcarse a la soledad de la doctrina en el encierro cartesiano de la escritura. Como se sabe, el único que nunca renegó de esa original situación socrático-presocrática fue, justamente, el escritor per se de la Argentina, el precursor patriótico de Derrida, el Hombre-Grafema. Un preborgiano del siglo XXI.

No hay cometa-filosófico (el concepto ¿hacía falta decirlo? es de Nietzsche) más cometa-filosófico en aquella Argentina que el doctor Fernández convertido como tal en “Macedonio” en un afán por mantenerlo para siempre en una suerte de sempiterna intimidad geschichtlich de la mèmoire involutaire del pensamiento filosófico argentino cuya omisión no ha sido el Ser sino el ser-Macedonio. Su biografía – imposible o sea filosófica – dará la clave de la historia acontecida del pesamiento filosófico nacional. Esa es nuestra fe. La relación de Macedonio Fernández con el oficialato filosófico nacional– o sea los dignos de haber sido farreizados – es rara, enigmática pero torcida, ínfima, distante, disruptiva, malentendida. Como documento no pasa de un intercambio espistolar efímero y sumamente esporádico dominado (¡Freud, Freud!) por el chiste y el malentendido. Borges bajo inspiración macedoniana soñó por escrito en los 20 una amistad grieguista que el maestro performateaba y de la que ha dado cuenta el martinfierrismo oral; pero la amistad filosófica de Macedonio con la oficialidad filosófica tiene un carácter más contemporáneo, más moderno. De la carta al Ingenieros criminalístico sobre “psicología psicológica” y la carta al despacho de Justo sobre el “realismo ingenuo” (los chistes epistolares macedonianos iban directo al blanco por lo visto) a la disquisición sobre las rubias con un Carlos Astrada que viajaba hacia Heidegger. La esquelaridad macedoniana está en las antípodas del imperialismo paperista del hoy. Era un tiro al blanco sin treinta minutos de insoportable exposición oral y quince subsiguientes de silencio elocuente o debate callado.

José Ingenieros o Marilyn Mason


Si Fernández era, en la era farreana, el maldito por omisión, el filósofo ausente o inefable, o más precisamente, impresentable, José, José Ingenieros, era el maldito por acción y repetición. Es el cuco farreano. El epicentro del mal filosófico argentino. Una especie de ególatra fanático, un fundamentalista hermético de eso que dieron en llamar positivismo, un fogonero, y un profeta furibundo de los hechos.
Mucho se le debe en sicología y sociología aunque no tanto en filosofía dice Farre. A cambio de Comte, prefiere a Spencer y Le Dantec, y su pensamiento oscila entre el positivismo y el evolucionismo. Para el gusto soso del alma bella de la era farreiana Ingenieros era bastante ignorante de la historia de la filosofía, a la que consideraba más bien extinguida, y se contentaba en sus obras con citas simpáticas de algunos sabios y corrientes de la Hélade. Elogiado por Ribot, promueve una filosofía científica que es un sistema de hipótesis legítimas derivadas de resultados empíricos cuyo fin es explicar problemas que existen más allá de la experiencia. Con todo, habría que decir que es el único, parece, entre los señores positivistas – y a Farré no le es fácil admitirlo – con una cierta pasión por llegar a algunas definiciones en torno a la filosofía y la metafísica y estatuir una especificidad para estas ramas de lo no científico, en este caso, de las sobras de lo científico, se podría decir. Crítica de las críticas e hipótesis de las hipótesis la filosofía no tendría objeto propio, sería un método de crítica, una generalización transitoria, pero, no obstante, con tres principios inmutables: monismo materialista, determinismo, y evolucionismo. Su principio: la unidad de lo real (monismo) se trasforma incesantemente (evolucionismo) por causas naturales (determinismo). Un monismo energético (74). Una metafísica de la experiencia. “Se trata – Farré dice – de una filosofía que jamás descansará en su objeto”.
Ingenieros quiere renovar el léxico filosófico, al que presume desvirtuado por una terminología oscura. No en la forma patográfica y protuberante, entre gongoriano-lacaniana y nischeana de Macedonio, sino pedagógica más bien, Ingenieros piensa en la extricación entre experiencia y metafísica como tema prioritario. Justificar, en este caso, lo inexperiencial por lo experiencial, términos que no le hacen gracia a Korn, pero que Farré asume como adecuados (78). “La metafísica del porvenir” será un “sistema de hiper-hipótesis” que parten de lo lógico experiencial para arribar a lo “metalógico inexperiencial”. Lo metalógico inexperiencial, que para Macedonio Fernández, por muy metalógico e inexperiencial que fuere, no dejaría de ser tautológico y místico, Tautología y Mística, en este caso poscientíficas. Metafísica sui generis le llama Farré como invitando a ese acercamiento con Fernández. Y tiene razón cuando dice que en definitiva no va mucho más allá de lo que los émulos de Kant siempre señalaron, la razón pura como sobra y el despliegue de sus usos. Pero en Matafísica, nadie es original, amigo Farré, y Platón es el primer plagiario. Queda el estilo y la circunstancia; la anécdota y la contingencia de un carácter. Lo que Kant dejaba en el fort-da de la ciencia (la inmortalidad del alma, dios, la libertad) permanece en lo que deja Ingenieros, denuncia Ferre, pero enmascarado en nuevos rótulos. Y sí.
Reduce todo – ética, estética, lógica – a sicología, y la sicología a la biología. La experiencia regida por la fatalidad determina la ética.
Tendencia a la practicidad y falta de hondura metafísica fueron los males del positivismo para los farreanos.

Hay algo de vedette en Ingenieros, más que de fáustico. Sueña la fuente de la eterna juventud. Quiere ser conductor de mutitudes imberbes denuncia Farré, de ahí el éxito del "Hombre Mediocre" y esos libritos de campaña que todavía circulan en las librerías de saldos y ofertas vaya usted a saber leídos por quienes. Vedette como Deleuze – ese otro nischeano famoso - y los franceses, pero más consecuente, habida cuenta de que aquel en sus últimos libros reivindicó los privilegios de la vejez para la conciencia filosófica; pero Ingenieros, en cambio, perseveró hasta su ocaso como una Marilyn positiva. “Nada o muy poco esperaba de la edad madura. Se contemplaba temerosamente a sí mismo, a medida que se acercaba a unos límites en los cuales, a su parecer, perdería el frescor y la lozanía del pensamiento. Creía que, a cierta altura de la vida, el hombre busca preferentemente un descanso e inclina su mente ante un dogmatismo que termina con la espontaneidad y continua evolución. Este miedo a la edad madura que , en un verdadero filósofo, es una serena fijación en pensamientos bien meditados, apresuró tal vez su fallecimiento, como insinúa Francisco Romero. Pasados los cuarenta años, considerábase acabado, precisamente en la edad en la que tiene que surgir el auténtico pensador”.
Como se vé la metafísica estatalista de los cincuenta no sólo condena principios e ideas como el relativismo, sino caracteres, patemas, y modos de ser y de vida. Ingenieros quedará, de todos modos, como uno de los primeros – y registrados – modos de ser nischeano argentinamente, por no decir en la Argentina. Bajo la mirada lechucina de Farré, se hace querible.
La decadencia del positivismo se trasluce en un José que se empeña en empeñarlo en una disquisición filosófica y metafísica. Así lo dice Farré, en su sintaxis no en ésta. ¿Qué diferencia hay entre Ingenieros – dice sañoso Farré – y los panteísmos absolutos y materialistas de todas las épocas? La misma que entre Farré y los teólogos semilaicos del platonismo de todas las edades de la tierra.
Para Agosti Ingenieros se internaba en la “selva” de las creencias, o sea, lo inexperiencial. Para Ponce fue el punto de partida de dos modas, el positivismo precendente y el espiritualismo subsiguiente.



Realismo ingenuo, peronismo metafísico, y solipsismo naif

Justismo, justicialismo, macedonismo


En el capítulo dos aparecen los materialistas. Son Aníbal Ponce y Juan B. Justo, hoy calle y ayer filósofo. Estos materialistas eran hombres de militancia política, en cambio los positivistas politiqueaban sólo esporádicamente; se consagraban a las ideas (85). Amigo, discípulo y continuador de la obra de Ingenieros, Aníbal Ponce era un hombre que prefería el aislamiento a la acción, “afecto al estudio y a la meditación”; pero a un estudio y meditación de “extrema izquierda”. “Sus escritos son mucho más atildados y trabajados que los de Ingenieros. Encantan, y no dudaríamos en considerarlo uno de los buenos estilistas de Argentina” (86). Pero ¡ay! fue un “pensador magníficamente dotado para la inteligencia pero fanatizado por el materialismo histórico” (339). Ponce fue un ortodoxo, de modo que figurará en la historia farreiana como exponente arquetipo y distinguido de una corriente y no como cantera de originalidades. De esta suerte, no ha sido más que la sombra de un auténtico filósofo pero, eso sí, fue quizá “el más puro” campeón de “la severa dialéctica marxista” (86). “De un liberalismo antiespiritualista pasó al positivismo y cientificismo; la revolución rusa, que lo deslumbrara, lo condujo finalmente al materialismo histórico” (ibid.) “Extraña ese entusiasmo por un sistema frío, duro, carente de elevación, por exaltar lo económico que se convierte en origen y explicación únicos de la cultura, en un hombre dotado de sentimientos nobilísimos” (89-90).
Fundador de la revista Dialéctica, la única de “absoluta fidelidad marxista” (87), “biólogo y psicólogo enclaustrado en el marxismo”, “realista materialista” (88). Ponce profesa el culto de la cosa en sí pero de forma demasiado pasajera para el gusto farreiano (89). “El fanático sectarismo de sus adversarios ideológicos obligó a Ponce, primeramente a abandonar la docencia y, más tarde, a refugiarse en México donde falleció. Las cartas que escribió desde el último país revelan un cariño profundo por su patria nativa” (90).
Darwin, Spencer, y Marx, sería el asunto, la mezcla justa de Justo. Aunque para los teóricos marxistas se sirve de Marx cuando quiere y es más bien un espenceriano parece decir Farré (92). Cree en la teoría que viene espontánea de los hechos pero puesta en un orden lógico e histórico (93). Justo es menos riguroso que Aníbal Ponce, y se jacta de ser un práctico que menoprecia la filosofía. Así dice Justo que “empezamos a vivir una época en que algunos de los hombres más cultos declaran licenciada a la filosofía: la dan de baja, y otros discurren ingeniosamente sobre la hipocresía de los filósofos”. Justamente, la posmodernidad ya estaba en Justo.
“Entregado al traqueteo de la política, además de atender su consultorio médico muy frecuentado, apenas si disponía de tiempo para ahondar en los problemas específicamente filosóficos. Su sistema, si así queremos llamarlo, era una exigencia de su entusiasmo político” (92). Su condena a la filosofía, anota Farré que dice Korn, se limita a todos los sistemas que no son el propio. La obra del economicista Justo, escribiría Alejandro, es un intento de nuevas Bases (97)
Para Korn, y para los filósofos farreístas, Justo es sino pragmatista al menos pragmático, en el sentido de que su última palabra es la acción y su medio la política. “A pesar de denominar a su sistema realismo ingenuo – comenta Farré -, que debería limitarse a certificar los hechos y las cosas tales como se aparecen a los sentidos, ofrece interpretaciones que están muy lejos de la ingenuidad” (95). La ingenuidad del realismo es un tema, un tema terrible, cruento. Porque Justo es un marxista amable, antiviolento, es un sucesor de Alberdi y un profeta del quirchnerismo o un precursor de Feinmann. Un espíritu frepasista patricio. Pero la historia de la ingenuidad del realismo en la Argentina es "cooptada" como cualquiera sabe por el peronismo que no necesitó la teoría de la historia de un teoreta sino un realismo vizcachero que hoy llamaríamos no ingenuo sino Kitsch. “La única verdad es la realidad” debe ser tenida como la verdadera máxima del “realismo ingenuo” en la Argentina. Si el verdadero realismo ingenuo no es “populista” ¿qué es? Farré tenía razón. Uno podría pensar que sacar al marxismo de su jeguelidad dialéctica era romper la ruptura epistemológica del “socialismo científico”, obviar el revolucionismo cualitativista a cambio de un progresismo cuantitativista darviniano, evolucionista, biológico, un progreso de la doxa y de lo sensible hacia un socialismo positivo. La única verdad es la realidad devuelve al realismo ingenuo a la jeguelidad, porque significa que lo real es racional. Acuerdo en las paritarias del ser y el pensamiento. ¿Hay un fascismo ontológico? ¿Es Parménides el primer trabajador, el primer falangista? La fuente del peronismo invertido, o de la oposición al realismo ingenuo sería el thaumazo de Macedonio, el enemigo nacional del principio de realidad, el sintacta del goce, o sea de aquello que está más allá del principio del placer y del principio de identidad. Recienvenido es la figura del desontologizador del fascismo. Recienvenido y el Bobo de Buenos Aires son los personajes filosóficos que inventa para resistir al realismo ingenuo. Es el idealismo ingenuo. Contra el realismo ingenuo la fenomenología cándida: la “recepción” en la Argentina positivista del Genio Maligno cartesiano. El solipsismo naif.

Macedonio nos enseña los posibles irrisorios pero verosímiles de una revolución en la estancia (Cf. Ana Camblong). Justo apodó a su afamado periódico “La Vanguardia” con el nombre que tenía la estancia de su padre, también en la provincia de Buenos Aires.


El existidor inexistencialista y los amigos de su existencia

De resistencialista temprano del materialismo y el positivismo, se sabe, Fernández pasó a agorero prematuro del existencilismo, a la vez que a preimpugnador con su “Ostensibilismo Inexistencialista” que porfiaba en no “estar en el mundo”. Sus amistades de madurez y ancianidad son las del capítulo “Existencialistas”. Estos son unos señores que pertenecieron a una era anterior a la proliferación del ente existencialista-de-café, un muchacho heredero de la inmigración que en los cincuenta se topó con Sartre y se copó y se dio a hacer revistas con flujos de conciencia y bravuconadas para pasasíes. Estos, distintamente, eran unos señores más burgueses todavía que no olían a radio ni a jazz ni a historietas ni a John Waine. Regresemos, estimado leyente, al capítulo “Existencialismo y Tendencias Afines” de “Cincuenta Años de Filosofía en la Argentina” de Luis Farré, un clásico olvidado que se escribe y publica cuando muere Macedonio, el gran omitido, el maudit de la cámara filosófica argentina. En este capítulo, el XI, dijimos, están los nuevos amigos de nuestro campeón - desaparecidos Juan y José -, muchachos de otra generación, de la edad en general de los martinfierristas, pero, como buenos filósofos serios, ajenos a la fascinación por el viejo maestro. Astrada, Fatone, Vasallo, los dos Virasoro, y Erro.
De la relación con Astrada constan un par de cartas; de la relación con Miguel Angel Virasoro otras pocas cartas, el testimonio al pasar de Adolfo de Obieta, y una referencia sospechosa del “personaje conceptual” de Piglia Emilio Renzi. (Virasoro quedará en la historia no sólo por sus méritos sino por haber cometido la desfachatez por la década del 50 de incluir en su canon personal, del podio filosófico argentino, al Metafísico del Plata, junto con Taborda Astrada y Guerrero, injuriando de esa suerte al paspado Adolfo Carpio) . También refiere Obieta un contacto con Ángel Vasallo. Es cierto que Obieta hubiese preferido un Macedonio con mayor fraternidad con estos señores, así que podemos tomar un poco con pinzas sus indicaciones. Obieta siempre operó en contra de Borges, no sólo con tratar de convertir a Fernández en grafema sino con el intento perseverante, y sólo a medias realizable, de promoverlo como una entidad de lo serio. Para Borges Macedonio era un poeta y un filósofo al que, empero, era un tanto inconveniente tomar en serio, o sea extirpar a sus ideas de su original atmósfera diogeneslaercio. Este cronista que suscribe prefiere manterse en una doble infidelidad para con los dos hijos espirituales de Macedonio, o sea en un mutuo agradecimiento.

Astrada, el único que más o menos todavía dura de éstos, tercia entre Heidegger y Husserl con un algo de Scheler – tres sobre los que Macedonio se despacha en sus últimas décadas con cierta simpatía acaso por el más legible de los tres, Max Scheler -. Vasallo y Fatone coquetean con la religión cristiana; Miguel Ángel Virasoro – dice Farré – lee autores cristianos y escribe sobre San Agustín. Vasallo tiene también de no macedoniano leer a Kant y a Hegel. Lee a Blondel y está por lo que parece impregnado por el cristiano Gabriel Marcel. Rafael Virasoro es un legatario de Scheler, un filósofo de los valores y de la muerte; también lee a Hartmman y a Husserl. ¿Qué mantienen en común con nuestro sabio? Rafael Virasoro, tal como lo pintamos, es un interesado en la muerte y en la inmortalidad. Fatone es el filósofo que trae el budismo y estudia a los místicos. Erro hace filosofía apasionada y emocional (226), M. A. Virasoro – lector de idealistas existencialistas cristianos y místicos – tiene un estilo de difícil lectura y con abundancia de neologismos y un pensamiento que “podría asimilarse a una ideología atormentada”, y Vasallo, finalmente, es un tematizador de la “vigilia” y de lo “tantálico” y Farré sospecha que, de alguna manera, perpetraba – como se verá - su boeciano pecado capital: consolarse con la filosofía.
Uno de los elementos que mantiene al filosofema fernandeciano todavía como estimulante es que nunca puso en el centro ni el macrocento de su textualidad al hombre, entre tantos otros tópicos con los que hastió la filosofía argentina, ni tampoco a la libertad que le venía anexa, sobre los que ya peroraban los existencialistas tempraneros que fueron sus amigos. El estilo es el hombre, y el Hombre de Macedonio es Yrigoyen – “el Hombre” - y su estilo es el suyo. Se sabe. Del hombre que se supuso le escribía los discursos a Yrigoyen al hombre que se supuso se los escribía a Perón.
Farré enfatiza con respecto a Astrada y señala “una libertad de pensamiento y de crítica que no se detiene ni ante extremos que escandalizan a conciencias pacatas, que buscan en el filosofar un consuelo y no el esclarecimiento intelectual” (208). La filosofía no es ni consolación ni pasatiempo (209-217), esa es la tesis ética que Farré repite varias veces. Con esto ya empezamos a presentir la distancia evidente entre Astrada y Fernández, quien no estaría lejos – tengo para mí – de juzgar a la mayoria las filosofías de los otros como un pasatiempo (tipo “curiosismo de inglés”), y quien considera a su propia filosofía lejísimo de las moralinas de los filósofos serios de entonces fichados por Farré. Leyendo a Macedonio – la mente no obstante menos pacata de la filosofía de entonces - podemos comprender que la filosofía o es un consuelo o puede serlo. Un consuelo – podemos entender – parejo a un “esclarecimiento intelectual” con una télesis muy distinta de la que aducían obligatoriamente los próceres del discurso especulativo nacional compendiado por Farré, alpinistas severos de los valores morales y la verdad. Si la escritura es la sustituta de la mujer y Macedonio es un escritor, tenemos – para alegría de los derridiotas o del sospechismo del sicoanálisis de los muertos organizado, en este campo, por Germán Leopoldo García – un filosofar consolatorio aunque desde el punto de vista macedoniano es un esclarecimiento intelectual de finalidad unitiva cabe “Ella”. Hoy la moda, como se sabe, es decir que escribía no por consuelo si no para Consuelo (Bosch). Los que estudiamos el derrotero de la “Metafísica” en Fernández, de todos modos, por exceso de evidencias nos mantenemos castamente elenistas aún, sea por chusmerío o sea por consistencia conceptual y teórica – quién sabe -. Con Macedonio y con Borges descubrimos una filosofía argentina más interesante en tanto y en cuanto parecen edificadas como una consolación y un pasatiempo – respectivamente, puede uno pensar - , algo que todavía hoy no puede ser muy bien digerido por el universitarismo invasivo que oligopoliza el filosofema vernáculo. Sin embargo Astrada es – dice Farré - profundo, apasionado, angustiado, dramático, si bien no consolativo  (217); “no le convencen los pensadores que forjan sistemas como algo ajeno a su vida, sino aquellos que los elaboran de manera angustiosa y vital, abocados a la realidad concreta de la propia existencia. Y mejor modelo que Nietzsche no podía encontrar” (210). Fatone era un “existencialista” también interesado en Nietzsche y fue, al contrario, como después Borges, un divulgador del budismo, una doctrina que – en el albur de Borges – Macedonio profesó sin saberlo y compulsivamente, y un estudioso de la mística con un libro a cuento y un folleto sobre Meister Eckhart. Un Borges estatal, se podría decir, y con cierta precaución de talento que como aquel manualizaba lo que el viejo Fernández profesaba o padecía. Astrada fue el importador de Heidegger y Fatone el crítico burgués (“grave crítica” de este filósofo sin embargo nacido en el proletariado del Abasto) (221) de Sartre (un no leído, hasta donde sabemos, por Fernández). Un apoderado y donatario del existencialismo que no quería vivir sin Dios ni sin ser Dios. Vasallo y Fatone contemporizaban con la religión al contrario de Astrada – intransigencia que Macedonio presumimos debía de admirar en su joven amigo - que terminaría tratando de ligar la ontofenomenología con el “maximalismo”marxista.
Carlos Alberto Erro, con ese nombre tan pertinente, es un filósofo fervoroso que pasa del positivismo al existencialismo, conoce a Heidegger personalmente y lo interpela, y por lo que parece se retira de la fabricación de filosofemas tempranamente. Se declara a sí mismo como el probable escritor argentino que más le debe a Miguel de Unamuno (236-7).
Vasallo es el Tántalo de la Vigilia. La vigilia es angustia y tormento sin solución. Cada vida filosófica constituye un original acceso a la verdad, “las distintas filosofías se nos aparecerán como confidencias conceptuales en torno a una verdad inmanente a todas ellas, en cuanto se fundan en una experiencia de vida; la verdad filosófica es adaequatio intellectus et vitae”. Angustia, anhelo, búsqueda. “El hombre sería un condenado Tántalo, eternamente sediento”. Filosofar: tarea sin fin. “Sería una especie de condenación de la finitud a buscar su destino, una trascendencia que nunca se logra”. “La subjetividad en su desnudez ya es filosofar; pues pertenece a su esencia estar trabajada, roída, por una exigencia de saber o saber-se”. Y Farré cierra denunciando la tendencia al consuelo en Vasallo. “Hay una especie de misticismo nihilista, conformismo angustioso y también un recóndito placer en sentirse víctima trágica de un destino inapelable” (228).
Vasallo es trágico, y M. A. Virasoro amatorio. Pero sobre todo Vasallo es tantálico, y Virasoro fáustico. Al contrario de Astrada -de Virasoro se habla- no es entusiasta de Husserl ni de Heidegger. Es, raro entonces, un lector de Hegel. Su pensamiento podría cobrar un cierto interés hoy día porque es el pensador de la “ansiedad”, afecto al que prefiere y antepone a la angustia tan de onda entonces. Porque se trata de un fáustico y de un jegueliano, no de un jaidegueriano, y quiere devolver la Existenz jaidegueriana al seno de un movimiento dialéctico (230). Vinculado a la autonciencia jegueliana (el yo como cultura) escribe sobre Sartre en el 47 y traduce “El Ser y la Nada”. “Defiende una interpretación de lo racional, exigencia inmanente de infinitud y de absoluto, a la que denomina concepción fáustica de la razón”, metódo instrospectivo e inmanente que se apoya en la autoridad de Hegel. Ultima sustancia de la subjetividad: libertad.
“Los autores sometidos a consideración – concluye Luis Farré-, dentro de una concepción bastante personal, se aúnan en una exposición narrativa más que sistemática” (229).

3

Cratilo y el mal

Positivismo, metafísica, y filosofía oficial farreísta


En el 49 se celebra el Primer Congreso Nacional de Filosofía; en el 52 muere Fernández y Farré escribe la “Introducción” a su libro que publica Peuser en el 58.
Macedonio moría y la “filosofía argentina” ingresaba a la edad madura: cumplía cincuenta años. “Cincuenta Años de Filosofía en Argentina” de Luis Farré acaso podría tomarse como la pretendida autoconciencia de la filosofía argentina que en la antesala de su edad provecta decide bocetar su autobiografía. El libro de Luis Farré tiene un aire épico, y parece que presenta una epopeya, la emergencia consolidatoria de la filosofía metafísica en la Argentina, esto es, de la filosofía como práctica institucional organizada y de la metafísica como exterminación del imperio previo del “positivismo”, en este caso, casi, en un doble sentido de relativismo y desorganicidad filosófica. Curiosa historia, cuando Heidegger escribía sobre “la culminación de la metafísica” como una destinidad del platonismo invertido de Nietzsche – que se hará famoso acá a partir de los años setenta, y cuasi estatal más bien en los noventa – la filosofía argentina se narra en la novedad de comenzar a alcanzarse más o menos ordenada legal y colectivamente como un evidente platonismo al derecho.

La fecha de la defunción oficial del positivismo es 1925 y el motivo la muerte de José Ingenieros. El positivismo seguirá y sigue de una manera que sería interesante rastrear después de la muerte de su campeón, pero desde esa fecha puede uno imaginar que se despide de la oficialidad y con él el ochentimo y con esto llegan la democracia y las dictaduras, y el retorno de la metafísica.
“Ingenieros es el signo de una época. Su nombre y sus libros concentran la atención de los estudiosos de los primeros veinticinco años de este siglo”.
Uno, que viene de la filosofía ambiente de la universidad argentina finisecular, ha aprendido ya en su adolescencia, leyendo melancólicos narradores rioplatenses, o sociabilizado luego por los fantasmas vetustos de las “ciencias sociales” en la univesidad, a odiar al positivismo. Leyendo a Farré y luego de una década de prisión en la universidad rosarina, podemos comenzar a recuperar una cierta simpatía como cuando en tercer grado de una escuela de barrio bajo el Proceso le decíamos a nuestros compañeritos dogmáticos que “el hombre desciende del mono” con el aval muy obligado y a disgusto de la señorita Beatriz. Éramos darvinistas niños, por obra doble de las revistas “National Geographic” o “Planeta” y el programa nocturno “Cosmos” de Carl Sagan y, como buenos niñitos froidianos, por identificación con los monitos. De niño – confiesa in fraganti este cronista -, yo profesaba el darvinismo y el solipsismo indistintamente.

El oriente de la filosofía argentina (por comodidad voy dejando las comillas) es el universo colonial dominado por el escolastisismo y el siglo XIX por un laicismo dependiente de la Enciclopedia y la Ilustración, y más tarde el romantisismo mezclado con el primer positivismo de los próceres del 37. Con el siglo veinte – piensa el siglo XX – comieza a organizarse el platonismo nacional. Entre la prehistoria y la historia, entre el estado salvaje de la filosofía previa a la organización nacional y su civilidad está la bisagra (las profesoras se contentarán con esa palabra) del positivismo que para los filósofos farreístas es poco menos que la barbarie filosófica. Si el positivismo era el horror por la metafísica, la nueva hegemonía de los 50, el estatalismo de los 50, es el clamor del odio al positivismo, una afrenta a la filosofía de la mano del relativismo. Los positivistas son los sofistas del farreísmo. La pesada condena del “positivimo” que exhibe Farré es una manía que vuelve con el mismo fervor en cada uno de los diecisiete capítulos de su semblanza. De este modo compendia y juzga al positivismo Luis Farré en la década del 50. Adelante.
El positivismo era ambiental y supeditaba su filosofía a la sociología la sicología la historia. Se lo perdona en cuanto “despertar de un pueblo a su realidad terrena” y “júbilo por el descubrimiento de nuestra tierra y de sus posibilidades” (56).
Para Ameghino las leyes naturales no son eternas ni inmutables (63). Para Ameghino sólo en un futuro lejano el hombre, que llegaría a vivir miles de años, se convertiría en imagen y semejanza de Dios (64). Lo único absoluto que sabemos – escribe Carlos Octavio Bunge citando a Comte- es que para nosotros todo es relativo. Para Bunge la etapa científica de la humanidad es más modesta que la metafísica poque sólo se dedica a las causas eficientes de los fenómenos (65). La metafísica, escribe en sus Estudios Filosóficos de 1919, es una “magna incongruencia”. Bunge es el más cerrado y el más consecuente de los positivistas argentinos (67). Es un escéptico porque no cree en ninguna definitividad de lo que ha dicho la ciencia. En el positivismo de J. Alfredo Ferreira la verdad se saca de los hechos aunque los hechos se transforman y a la sociedad, y valen más que las razones y las teorías. En moral no hay normas generales ni abstractas (59). Para Ingenieros no hay moral en sentido clásico sino costumbre historia y evolución (76). El positivismo ingenuo – refiere Farré – (205) va de Florentino Ameghino hasta Raimundo Pardo, negador de las leyes naturales e incluso – se espanta Farré – de las matemáticas y metafísicas (ibid.)
Es la tradición de los Cratilos argentos. Cratilo era aquel discípulo de Heráclito que decía que no era que no nos bañábamos dos veces en el mismo río, sino que no nos bañábamos nunca (v. 202).


4

Los no-amigos de Macedonio Fernández en la ciudad-campo de la filosofía nacional

Iba a decir los enemigos pero no. Diremos los no amigos, ya que hay gente que se ofende con esa palabra. No son los hijos del rigor de la sospecha, aunque toda filosofía ofende; pero ninguna espanta.


Ahora, no tan brevemente, un paseo por los campeones filosóficos de la filosofía seria y sincera, desinteresada, vocacional pero no pasatiempista ni consoladora, en definitiva: con ancla en la universidad y sus arrabales estilísticos. Coetáneos de nuestro maestro el doctor Fernández, propietarios de una biblioteca similar, pero, hasta donde se sabe, ignorados mutuamente en sus respectivas obras completas o conocidas biografías. Primero los dos del capítulo II.
Rodolfo Rivarola es el primer profesor de filosofía de la de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en 1896. Longevista, vivió 85 años de cara al positivismo, de su auge a su decaímiento. Su filósofo preferido es el chino Kant, y en segundo puesto Spencer. Otros: Foullée, Guyau, Mill, Ribot, Lévy Brühr, Durkheim, Schopenhauer y Nietzsche y quizá Bergson. “Ofrece un eclecticismo, a veces bastante inconexo, con incongruencias evidentes”. Spencer le parece el más sólido y amplio pensador de los tiempos modernos, un positivo al que no lo amedrentó la metafísica y le echó mano. Rivarola da su idea de lo que es la filosofía: unidad en las ciencias. La historia mira al pasado, la política al porvenir, pero la filosofía al presente. Su falla para Don Luis es un exceso de antención a la ética – quizá por su dedicación al derecho - , y a Kant y Spencer, que no son – dice – los caminos más adecuados para la metafísica, a la que confunde con síntesis de ciencias. Pero Rivarola le “cae en simpatía” dice Luis “por haberse sabido mantener en parte inmune a la corriente dominante de la época”. Rivarola achaca las deficiencias de los gobiernos nacionales a la ausencia de filosofía (e historia y letras) en los gobernantes. Carlos Baires, el otro, en cambio, es un lector de Schopenhauer dedidado a su estudio aunque preservado de influencia. Como al maestro, le interesa partir de la pregunta de si la vida vale o no la pena de ser vivida, pregunta inherente a lo que Fernández, el ausente, llama entonces “eudemonología”. Es un crítico del comunismo, del anarquismo, del dogma matrimonial y del bello sexo. No formula una filosofía del optimismo sino una Filosofía de la esperanza. Así se llama su libro de 1895.

El retraído adonde todo acontece. O de tránsito en la intimidad


Médico siquiatra igual que Ingenieros, Alejandro Korn ingresó en 1906 a Filosofía y Letras de Buenos Aires y luego a la Facultad de La Plata, y en él “la filosofía fue una vocación sincera que se sobrepuso a las tareas cotidianas del médico y del psiquiatra”. Publicó de viejo solamente, con una prosa limpia directa y de buen gusto – habla Farré – y sin repetir nunca ideas manidas. Lector en original de Kant y Schopenhauer, prefería las doctrinas que ofrecían “matices idealistas o espiritualistas”. Promotor de Dilthey (poco apreciado en Europa anota Farré), cuya influencia grande en la Argentina parece que se le debe. Fue un moderno que no despreciaba lo antiguo. “No le falta talento especulativo, pero lo usa cautamente” (109).

Los positivos “se encontraban imposibilitados”; pero de explicar el libre albedrío. Ahí está el quid de Korn (112). “Con Alejandro Korn se supera el positivismo y, por lo tanto, con él empieza una preocupación más directa y reflexiva por los problemas de la filosofía” (101). Así de tajante es Farré. A continuación un esquema-Korn y su tajada en el vencimiento del positivismo patriótico. La circunstancia-Korn, en la teodicea nacional del positivismo a la metafísica que narra Farré, se evidencia en esta confesión suya: “No podemos continuar con el positivismo, agotado e insuficiente, y tampoco podemos abandonarlo” (104). “Asiste Korn a la tercera etapa, cuando se debate con Ingenieros en un esfuerzo frustrado de fundamentar una metafísica, tarea imposible dentro de los presupuestos doctrinales del sistema” (103). Alejandro se queja del destino ingenierosiano de la metafísica como “resíduo problemático de las ciencias”. La filosofía positivista ignoró la dualidad habida entre las ciencias naturales y las culturales (equiparó la Divina Comedia, su creación, con los hongos de un tronco, su crecimiento, dice). Para Korn, aparentemente, las fallas del positivismo eran su desconocimiento de la ética, la metafísica, y la religión (“una teoría filosófica amoral, antisocial y antiestética”) (Korn, por ejemplo, “aunque algo a la ligera”, le dedica estudios y reflexiones al escolasticismo y a Santo Tomás, cosa demodé para los positivos). Sin embargo, un abandono de sus métodos hubiera sido una recaída en la declaración romántica (106). Ingenieros dice Farré paraliza el pasado histórico en un materialismo que es negación de la cultura y la filosofía. Pero Korn justifica las posibilidades de un incesante progreso no sólo mecánico y económico.
“Korn se ha retraído a la conciencia, donde acontece todo”. “Es un Kant visto e interpretado por el idealismo”. Hay un mundo subjetivo y otro objetivo aunque los dos acontecen con exclusividad en la conciencia. El “No-Yo”, espacial, mensurable, cuantitativo, es el objeto y corresponde a los usos de la ciencia. La ciencia es una interpretación cuantitativa de la realidad. Lo otro del “No-Yo”, por así decir, compete a la filosofía, y la filosofía es axiología. Es el estudio del sujeto. Lo ideal, desvinculado de las condiciones espacio-temporales, pertenece a la metafísica, frase casi textual de Farré. El hecho natural o físico no es discutible sino comprobable y en todo caso, medible. La filosofía se restringe a lo que ha querido la gente y a cómo. No es un saber que aspira a principios leyes y conocimientos extracontingentes. Los valores surgen de una necesidad pragmática. Nacen de la experiencia en una afirmación subjetiva de la realidad. “Satisfacen a urgencias de la existencia; pero jamás se estabilizan”. Sólo queda más o menos estabilizado, “el fondo biológico del hombre”, sometido no obstante a la evolución. En contra del positivimo tipo Ingenieros, los valores no son cósmicos (las “costumbres” serían “cósmicas” en todo caso para José) sino reportables al arbitrio de la voluntad. No hay valores fuera de la valoración. Materia y espíritu son una díada derivada de una economía mental nada más: bien y mal, libertad y necesidad, absoluto y relativo, creador y creado. El pensamiento organizado por el concepto es sólo un esquema de la realidad, no una visión exacta (113); pero es el único instrumento de un saber empírico. La experiencia es la síntesis de la intuición y el concepto. Farré dice inclinarse a creer que la famosa libertad de Alejandro es “una ilusión, una hermosa ficción” (119). Si todo es relativo condicionado y subjetivo ¿qué pasa con esa libertad alejandrina inquiere don Luis? Es relativa en cada caso particular pero absoluta como ideal. No es metaempírica y siempre queda sumergida en una cierta coerción (120). Y Farre, hombre noble, se lamenta. “¡Y nosotros que esperábamos que, por lo menos, ella, esta libertad, quedara fijada como valor absoluto, en el cual todo descansara o, mejor dicho, de la cual todo procediera! (120-1). El “problema metafísico” – se relame Farré – se le presenta a Don Alejandro como búsqueda y anhelo, insatisfecho por una axiología que es puro subjetivismo y una libertad que al final era relatividad condicionada, bagatela bah. Diferencia entre filosofía y metafísica: la filosofía está amarrada todavía a lo experimentable, no la metafísica. Las soluciones metafísicas son construcciones hipotéticas de la imaginación, hijas no del “raciocinio sino de un proceso psicológico”. La razón es un añadido ulterior y argumental. Los “grandes sistemas metafísicos – escribe Don Korn – son siempre una fuente de intensa emoción intelectual”. La metafísica tiene un origen y un fin análogos a la religión, pero cambia el pavor y la fe por la curiosidad. Lo mismo – agrega este cronista que suscribe, como modesto aporte a su lector – que mantenían tipos como Carnap pero, en este caso, con simpatía. Don Luis debe admitir que para Don Alejandro existe el problema metafísico pero no el conocimiento metafísico (124). Al final la metafísica es una criada de la fe; le interesa como a la religión el vínculo de lo efímero con lo eterno, y queda ligada a las religiones imperantes. La paz eterna y el anonadamiento del Nirvana no le seducen ni convencen a Alejandro, que prefiere a cambio su “libertad creadora” (127). Libertad indecisa y falta de contenido dice Luis (128). “La filosofía, reducida a axiología, se limita a ser una estimación puramente subjetiva. Estamos en plena intimidad. A la postre, la valoración procede de una voluntad soberana. El pensador argentino, sin apenas advertirlo ni mencionarlo, sigue una corriente muy dominante en su época: la de Bergson, que, a un presunto conocimiento puramente teórico, contrapone un entendimiento operativo e impulsivo sobre las cosas; y la de William James, para quien la acción lograda es el principio de la verdad. Korn se dirige hacia los mismos objetivos, con meditación y premisas diferentes” (118). Porque Korn sentía “grande aprecio” por William James (109) y tenía además de influencia del positivismo, también del pragmatismo (114). “Korn es un filósofo en tránsito. Ve muchas fallas del positivismo; incapaz, sin embargo, de librarse totalmente de ellas” (121).

Al decir henchido de Francisco Romero “Korn ha sido la más robusta personificación del espíritu que nos haya sido dado contemplar” (111). Para Vasallo Korn es el primer idealista argentino. Aunque no se pueden negar gestos idealistas en Rivarola, anota Farre (111). El del pensador platense es un “idealismo razonado”, discurre el autor (111). “Su mérito es mucho mayor, porque fuera en el particular un autodidacta. Retraído durante años en pueblos de escasa importancia de la provincia de Buenos Aires, donde ejercía su profesíon de médico, halagaba sus ocios en la lectura de los grandes maestros. / Quizá le faltara una dirección metódica y una búsqueda más ordenada; sin embargo, gracias a que sabía alemán y a su interés por conocer los más destacados pensadores, no quedó dominado por un ambiente realmente achatado, que reducía la filosofía a un mal interpretado cientificismo” (129). “Como mérito superior de Korn quedará siempre el que fuera en la Argentina un iniciador. Aunque Rivarola ya diera a conocer, sumariamente, a varios de los modernos pensadores europeos, el influjo subsiguente y casi exclusivo de Ingenieros, Ponce y Justo (los malos), mantuvieron alejados a los argentinos de un contacto más serio con aquellos. Aisladamente, podrían existir vocaciones y aficionados; pero faltaba el hombre que afirmara bien claramente los valores de una filosofía que estaba siendo ridiculizada, a pesar de lo muy mal que se la comprendía”. “Korn, volvemos a repetirlo, figura entre los que, en nuestro país, empezaron a ubicar al positivismo en su propio lugar” (131).

En "Influencias filosóficas en la evolución nacional", propuso “la búsqueda de una solución que fundamente filosóficamente la razón de ser de su patria” (103). “Alejandro Korn ha emprendido con mayor intensidad que ningún otro pensador la urgencia de crear una filosofía que fuera cordialmente sentida por el pueblo argentino” (126). Particular propósito que hoy se sabe imposible, a menos que llamemos filosofía a cualquier cosa – colige este cronista que está escribiendo ahora y ahora siendo leído -. Alberdi: la filosofía americana debe ser esencialmente política y social en su objeto, ardiente y profética en sus instintos, sintética y orgánica en su método, positiva y realista en sus procederes, republicana en su espíritu y destinos. Este programa, acota Korn, todavía debe regirnos (127). Y don Luis Farré lamenta que Korn tenía en su metafísica y en su axiología más un “arranque impulsivo que reflexivo” y esto quizá por culpa de su secuacidad sobre Alberdi y este asunto de hacer filosofía con apuro político económico y sociológico (130). “Es que somos excesivamente políticos y llevamos al plano de la discusión pública y a veces callejera problemas filosóficos, sin desprendernos del apasionamiento partidista. Y, en esta forma, es imposible hacer verdadera filosofía” (131). Don Korn, vemos, podría ser tenido por un precursor, al final, de Calamaro y los Ratones Paranoicos, acuñadores de una frase más reciente pero en la misma línea, parece: “Mi filosofía es de la calle, y es mía”.
Alejandro le escribe a Alberto, Alberto Rouges, refiriéndose al porvenir de la filosofía argentina y recordándome a Nietzsche: “De la vida surgirá y no de la cátedra”.


Centinela y campana. O el que todo lo penetra


La dignidad de la filosofía argentina emergía de la importación de filosofía alemana. El gran filósofo argentino leía alemán, estaba al tanto de todo, epistolaba de acá para allá, traducía y comentaba y evangelizaba. Tal es el caso de los cuatro grandes del humor filosófico: Korn, Alberini, Francisco Romero, y más tarde Carlos Astrada – el único que todavía tiene un poco de prensa, acaso por jaidegueriano marxista nischista y peronista -. Los tres primeron fueron – es mi tesis en todo caso – los grandes patriarcas de la “nomalidad filósofica” – ese invento de Romero – de aquellos “cincuenta años de filosofía argentina”, o, en los términos de Macedonio, de la “filosofía magistral” de antaño.

Decano varias veces de Filosofía y Letras de Buenos Aires, participante del Congreso de Harvard como único latinoamericano, patrón que “ha sostenido ventajosamente controversia y diálogo con eminentes pensadores extranjeros” (144), Alberini fue “el tipo de profesor absoluto”, que sometido a “una vida sumamente activa en funciones administrativas” (148) dejó un legado filosófico disperso y de pocos libros. O sea el modelo de filósofo argentino encuentra su fundación con este inaugural agente universitario del antipositivismo.
Farré cita un comentario de un tal doctor Carmelo M. Bonet: Alberini “fue siempre el centinela despierto que avisoraba el horizonte para captar, antes que nadie, las ideas filosóficas dominantes más allá de nuestro campanario” (136).
Alberini es, como el buen filósofo argentino, la figura – como dicen algunos – del gran receptor: centinela del campanario, cuida y campana. La figura del campana, diría alguien. Un avizor. Importador y embajador – como luego Frondizi -. Capta las novedades, especialmente las de lengua alemana, viaja a los congresos mundiales y allá lleva las buenas nuevas de las adaptaciones platenses de los paquetes filosóficos caídos del norte. En ello se basa el gran prestigio del gran filósofo argentino de entonces, sea Alberini o todos los demás. Escritores esporádicos – y se diría quizá despreciativos del arte del texto – pero catedráticos impenitentes.
Era un severo; criticaba “severamente”. Esa severidad tenía destinatario en “el positivismo”, “el diletantismo filosófico” y en “los amagos de los seudo-espiritualistas” (136). Un luchador contra el odio a la metafísica, al que contribuyó a aplacar con dar a conocer a su público local a portentos filosóficos del norte de entonces: Bergson, Maine de Biran, Croce, Gentine, Hamelin, Boutroux, etcétera. Propulsor de la “axiogenia”, teoreta de los valores, comentador y crítico de Bergson y del pragmatismo, y, también como Macedonio Fernández, un intérprete autóctono de Einstein.
Einstein, supo decir, es neutral como filósofo pero un espolón de la metafísica. La teoría de la relatividad no es metafísica ni gnoseológica – no interviente en el asunto sujeto-objeto – pero es un problema filosófico; desde los fundamentos de la ciencia adopta una posición de “realismo racionalista agnóstico con complicaciones un tanto pragmatistas”. Es una manera nueva científica de ver que deja los problemas básicos de la filosofía intactos (138-9). Einstein, que le escribió los preliminares de su opúsculo Die deutsche Philosophie in Argentinien (Berlín, 1930) dijo de él: “Alberini todo lo penetra y valoriza con aguda mirada crítica de latino” (149).

El valor es toda actitud telética, conciente o inconciente, motriz o contemplativa. Korn responde que esa definición es “más técnica que la mía” pero que él no emplea “la jerga gremial por dos razones: primero, porque me desagrada; segundo porque la ignoro” (Obras. Tomo 1 p. 102) (140). El valor entonces puede ser un juicio cuyo predicado es una reacción vital; pero surge entonces la pregunta – escribe Farré –: “¿si todos los valores son juicios, todos los juicios son valores?” (143). Como prevee mi lector, el severo Alberini no cree que todo sea vis aestimativa, no es Nietzsche, y es un enemigo filosófico del nischeano telúrico José Ingenieros.
El pragmatismo es una filosofía de los valores con carácter ético y que no abusa de la abstración como el positivismo (144). La filosofía no es subjetividad o axiología como dijo Korn (quien no obstante “admite una objetividad racional”), sino la base de un conocimiento objetivo.

Ese es Alberini, o Coriolano: Coriolano Alberini, capítulo VII.


Sudamérica y el Limbo


Los superadores farreianos del positivismo son algunos de estos: Alberto Rougés, crítico del ser para la muerte de Heidegger, con una sinópsis biográfica a lo Fernández, Alfredo Franceschi, autor de un Ensayo sobre el conocimiento humano de la Universidad Nacional de La Plata en 1925 que dice que ni Kant ni Hume suprimieron la cosa en sí y que la historia del pensamiento no ha podido eliminar el concepto de causa, ya como externa, ya como fenoménica o interna (Maine de Birain y Schopenhauer) y Berkeley y Gentile no pudieron evitar el solipsismo; un defensor finalmente por lo que parece de la ciencia y el sentido común y el realismo (156), Juan Luis Guerrero, otro germanista importador y compactador, y Saúl Taborda, cordobés que no fue específicamente filósofo, dado a la estética, equilibrista en medio del positivismo y la metáfisica, que en sus cordobesas Investigaciones Pedagógicas publicadas en 1951 promete “ir más allá de un positivismo trasnochado y de un idealismo recalentado” (que me trae a la memoria a los caldos de la quinta del Pilar con los que M. Fernández tratando de recalentar a Berkeley no obstante descubrió la penicilina según se ha dicho).
Otro es Patricio Grau, “pensador austero, retraído, alejado de los círculos intelectuales” que “reaccionó también contra el rumbo que en nuestro país estaba tomando lo que indebidamente se llamaba filosofía: un cientificismo que se manejaba con escasas ideas generales”. “El positivismo – dice Farré que dice Grau que… - no había suscitado entre nosotros aquellas reservas y dudas que encontró en otros círculos más crecidos. Vivíamos en tal estado de inocencia, que si un inesperado cataclismo hubiese en aquellos días borrado los continentes, Sudamérica estaría hoy en el Limbo” (156). Particular profecía.
Por los comentarios que cita Farre, Grau parece el más auténtico de los reaccionarios antipositivistas, dueño de todo un arte del reaccionar. Descalifica dice Farré pero sin querer entrar en polémicas; propone el regreso a la metafísica pero con el prurito de no caer en el pantano de la filodoxia, “manejo inconsulto de opiniones y sistemas”.
Grau, autor del artículo Inducción y deducción, sus diferencias de 1930 y publicador de un solo libro, severísimo y todo como era, no se privó de imprimir algunos neologismos filosóficos de esos gratos al otólogo grafista macedoniano: “eseibilidad” – narra Luis Farré – “birrealidad”, “télesis”…


Olor a Romero en la boca de la palabra filosófica flagrante


Romero – dice Farré -, como Korn o Alberini, fue sobre todo “un predicador de la cultura”, o sea más un gacetillero que un metafísico puro, circunstancia bien argentina de la filosofía; más un “inteligente divulgador de la filosofía” que “un aficionado a la meditación de sus problemas”.
¿Militar español o filósofo argentino? Francisco Romero nació en Sevilla en 1892 y se trasladó con sus padres a la Argentina donde hizo la carrera militar que abandonó en 1931 – reparad en el año, oh lector lector - cuando sucedió a Alejandro Korn en la cátedra de metafísica.
Detalle interesante para comprender al inventor de la “normalidad filosófica” argentina.
Romero debe ser recordado como el autor de un acápite biblíco, frase simpática y sabia, que podría haber sido el título de uno de sus libros si en vez de ser el pregón de la normalidad filosófica hubiera sido un segundo fundador de la anormalidad filosófica: “No sólo de pan vive el hombre: vive también de metafísica”, libro al que hoy evocaríamos como “Pan” (palabra muy metafísica desde ya) tal como nombramos “Vigilia” a “No toda es…etcétera”. “La exigencia metafísica se ejerce sin que de ordinario reparemos en ella, por lo mismo que es tan general, tan absoluta, tan omnipresente”. Importador de filosofía alemana, teoreta del hombre el valor de la persona y la trascendencia, articulista de Sur y de La Nación, director de la colección flosófica de Losada, ganador del Primero Premio Nacional de Filosofía de 1956 pese a la renuncia del jurado de Miguel Ángel Virasoro para el cual “el capitan Romero no era un filósofo creador, sino un mero repetidor y divulgador de ideas ajenas”. Para Farré, Romero cree equívocamente que la filosofía comienza en Kant (178). Más amigo de la “metafísica” que su maestro Alejandro Korn, cosa común, pero oficializada, desde la “década infame”.

El siguiente párrafo podrá servir de sinopsis del estado de aquel entonces de la argentina filosofía farreana según don Luis quizá tiritando entre la izquierda-alejandro y la derecha-coriolano. “El filosofar argentino se desenvuelve bajo la sugestión de la axiología, especialmente influenciada por autores alemanes. Naturalmente no deja de notarse este problema básico: ¿si existe un objetivismo de los valores, previo a la temporalidad, qué es del hombre, poseedor de una libertad incondicionada, principio de valoración? Se responde generalmente en sentido historicista, en un continuo completarse de libertad y cultura, sin que se presupongan módulos fijos que las regulen. ¿No equivale esto a endiosar al hombre? A nadie se le escapará lo riesgoso de la solución: el absolutismo corre peligro de convertirse en estatismo; la incondicionalidad total puede llevarnos, por otro lado, a una concepción anárquica de los fundamentos éticos y axiológicos” (346).


5
El filósofo argentino y la tradición


La vocación vs. el positivismo


En la página 162 se encuentra el apartado “Despierta la vocación filosófica”. Su historia es más o menos así. En principio dominaba el positivismo con estos muchachos a la cabeza: Horacio Piñero, José Nicolás Matienzo, Carlos O. Bunge, Alfredo Ferreira, Ernesto Quesada, Cristofredo Jakob, José Ingenieros y Rodolfo Senet e incluso Korn que “en esa época era positivista y nada había escrito todavía”. La fundación de la Facultad de Filosofía y Letras – único centro universitario filosófico del país en 1910 - , los ilustres visitantes filosóficos (Keyserling, Einstein, Félix Krueger, Eugenio d’Ors, Ortega – el gran promotor desde el 16 de la colonización germana del filosofar nativo -, Lengevin, Severi, Dessoir, Driesch, Enriques, Bouglé, Roustan, Maritain, Blondel, Garrigou-Lagrange, García Morente, Koehler, Dumas, Janet y otros) y un intercambio más intenso y variado, dice Farre, contribuyeron a la caída del positivismo en “los centros docentes y culturales” del país (135). 1910 es un año en el que “se busca fundamentar una filosofía de mayor trascendencia y amplitud que el positivismo”. La vocación filosófica en la Argentina de los primeros decenios del s. XX dice Farré era “oscilante y confusa”. Los problemas – lo dijeron Korn y Alberini – no interesaban directamente sino para hacer derecho sociología economía... La mentalidad argentina – opinión de Alberdi aceptada por Korn – era eminentemente práctica. En cambio en 1925, cuando espicha Ingenieros, “el filósofo de la juventud” para otros, la filosofía reverdece. “Abundan los jóvenes que se consagran a la filosofía, cultivada con verdadera vocación, criterio técnico e información al día; vale decir, que se terminó, en gran parte, con lo que Alberini llamaba el “dilettantismo filosófico”. El eclipse del positivismo fue, pues, la condición para iniciar la creación de un verdadero espíritu filosófico” (165).

Del positivismo al desinterés y la seriedad


“En nuestro caso, dirán aquellos que se guian por slogans y no por el conocimiento directo de las cosas, abunda excesivamente la filosofía mimética” (338). Sin embargo nuestros pensadores “espontáneamente hacen filosofía” “cuando no se convirten en simples repetidores de sistemas” (354). Y además “estamos en plena efesvescencia filosófica. Respetamos a Europa pero “no vamos a aceptar inconsultamente sus mensajes, por lo demás contradictorios” (166). Contra los ensayos con intenciones preconcebidas de sociólogos e historiadores, ávidos de encontrar una filosofía americana y argentina por una “vía recta y directa”, Farré prefiere los “caminos indirectos y desinteresados” (332). Para Blake los caminos torcidos eran los del genio. Para Farré, los del filósofo son los desinteresados. Y el desinterés rioplatense y filosófico es cantiano y comienza con la ponderada superación del mal positivista. “Desde principios de siglo y, más concretamente, desde que superamos al positivismo, la tarea de filosofar se ha emprendido seriamente. Diría, empleando una expresión muy grata a Kant, con desinterés”. Con la superación del positivismo emergen en la Argentina el desinterés y la seriedad, patrimonios de la pureza filosófica.

De todos modos, en ese medio celeste pero quizá visceralmente contrario al llamado positivismo, en el que acaso habitara el doctor Luis por aquella época, trata de encontrarle lo bueno a los viejos adversarios, y se nota el esfuerzo de su gesto leyendo el prólogo de Coriolano, donde “severo” es eufemismo. Los positivistas no fueron, no obstante, vulgares repetidores de lo que enseñaron los europeos, elogia el doctor (335). La “lección magnífica” que dejó el positivismo es que al insistir en lo concreto sensible y experimental “enseñónos a estudiar y valorizar nuestras raíces”. El positivismo significa para nosotros lo que el pragmatismo para Estados Unidos: expresaron y estimularon en sistemas ideológicos el progreso, la importancia de la técnica y la necesidad de confrontar hechos y decisiones (336). Aunque en este caso – agrega este flagrante cronista – se trata de una doctrina y un nombre importados y con retraso. James sabía que no inventaba nada nuevo, salvo el “pragmatismo” en sí mismo, “a new name” (“for some old ways of thinking”, recordad). He allí una gran astucia publicitaria de un nuevo nombre que hoy es una vieja doctrina exportada católicamente, un refrito con otro condimento y en entera vigencia ecuménica.
“Creo poder afirmar, sin que falten naturalmente excepciones, que, sin buscarlo directamente, y ésta es la mejor manera de hacer filosofía, expresamos algo que responde a los caracteres que podríamos sintetizar bajo la denominación abstracta de Argentinidad. Es el conjunto de ideas o tendencias preferidas, exigidas por el ambiente, la tierra y la tradición que, sin lesionar la libertad íntima de cada uno de nuestros pensadores, denotan características propias de los argentinos” (349). Nos vamos pareciendo a las naciones europeas de antiquísima tradición cultural, que, por otra parte, no se preguntan si su filosofía es o no nacional. Farré sigue la posición al respecto de Alberini en el congreso de Harvard del 27, donde el Profesor Absoluto quiso librar a los profesores europeos “de ciertos prejuicios nacionales” (333). “He querido buscar la esencia de la argentinidad en la menos compromentida y más independiente de todas las disciplinas”. “Podemos estar seguros de que todas las interpretaciones que se den de la modalidad intrínseca de una nación, se fundamentarán en resbaladiza arcilla, si no apuntan a la inmovilidad conceptual fijada por la filosofía o si no la tienen en cuenta” (353).


Metafísica pobre y en espera


Frase de lujo del doctor Farré: “somos pobres en conquistas metafísicas”. Pero casi no podría ser de otra manera, dice, “porque el argentino es un hombre de esperanzas, pero la “ahondada meditación metafísica, el regodeo en sus conquistas más o menos definitivas, pertenece a filósofos que heredaron una cultura encorvada por los siglos de la historia, con episodios y teorías que se recuerdan gloriosamente”. “Esta es en gran parte la razón de que aquí el pensador, por eminente que sea, no consigue formar escuela”. (350) “Esta hora nuestra de recuperación y sinceridad, que se respira en el ambiente, que se realiza en política, enonomía y educación, se expresa también en el filosofar. No se niega la metafísica, pero se le impone un compás de espera. Como si en el ánimo de nuestros pensadores se hiciera viva la amonestación de no estabilizarse en exceso. Somos el futuro del mundo, incomprendidos” (350-1). “La metafísica es la serenidad de la conquista”. “A un filosofar en ocasiones excesivamente juvenil y arrebatado, señala y presenta como ejemplo la elevada y riquísima tradición de Grecia y Roma, espiritualizada por el Cristianismo. Refrena el exceso; y, aunque no todos admitan sus doctrinas, por lo menos obliga a moderar la impulsiva precipitación” (351).
“Estamos llegando al final de esta disertación, un poco deshilvanada y confusa, pues se trata de primeros tanteos en una materia que de por sí no se presta a la claridad”, se despide don Luis. Adiós.



Rosario de Santa Fe, Argentina,  acaso entre octubre  y noviembre de 2005.




[1] ¿Tanto problema en llamarlo “Macedonio” cuando llamamos – tal como fue llamado – al padre de todos los filósofos, el griego Aristocles, “Platón”, o sea, el ancho, el espaldudo?...y el lector recordará aquel famoso comentario del ingenioso porteño sobre ese ícono moderno de la filosofía, el Pensador de Rodin, versión moderna de la corpulencia originaria de la filosofía mundial…


[2] Cf. G. Oviedo. “Historia autóctona de las ideas filosóficas y autonomismo intelectual: sobre la herencia argentina del siglo XX”. Revista “La Biblioteca”, 2-3, 2005.

[3] Ansiedad: “estado cenestésico o temple de ánimo originario ambivalente, que encierra en sí dos momentos contradictorios y antinómicos”. Con un momento positivo: sed o hambre de ser, y un momento negativo: la angustia puesta de manifiesto por los existencialistas. Dos momentos dialécticos de la ansiedad: 1) concupiscencia o goce asimilativo, 2) amor o goce de dación. Se inclina a concebir el amor – anota Farré- desde un punto de vista platónico como carencia o deficiencia a causa de un rompimiento entre lo finito y lo infinito (cf. p. 230).


[4] C.II. “Rodolfo Rivarola y Carlos Baires”


[5] C. VI. “Alejandro Korn y la filosofía de la libertad (1860-1936)”.

[6] C. VII. “Coriolano Alberini y la reacción antipositivista”.

[7] C. XIII. “Superación del positivismo”.

[8] “Alberto Rougés nació en Tucumán, 1880. Hizo estudios de derecho en la Universidad de Buenos Aires, aunque apenas si ejerció la profesión. Dedicó su vida al estudio, pero su obra publicada es muy escasa. Falleció en su ciudad natal, en 1945” (151) Un ejemplo de lo que podría haber sido una biografía posible de M. Fernández, en caso de descontar su hibris.

[9] C. IX. “Francisco Romero”.