por Luciano García
u otros

¿Excita una filosofía argentina?



¿Existe una filosofía argentina?


En fin, pavadas, rodeo de gente como los filósofos que le temen a mucho salvo a hacer preguntas, y vacilar respuestas en los embrollos de una sintaxis exquisita a los fines de decir cosas a medias, o evitar decirlas de cara. En fin, no hay por qué enojarse amigos filósofos, menos conmigo, un hermano. Hay ciertos visajes, ciertos estilos, ciertos declives, con mayor imperio por esta zona del mapa, con menor en otra. En los países como la República Argentina – quizá en casi todos los países salvo tres o cuatro a lo sumo – simplemente no se tolera el estrellato en el rubro filosofía. El vedetismo, el capricho, el lujo. Aquel filósofo que desee perpetrarlos encontrará mejor estación pasando por personaje de novelas, mutando en locutor de radio, o gracioso de tevé, amonestado en la universidad del paper y confinado a la clandestinidad del papel (ese género fernandeciano); recluido en algún solar siquiátrico, o perorando en las mesas que nunca preguntan de algún bar con retraso horario y bibliográfico, en los derredores de la zona cerúlea (zona roja de los fósiles de “intelectuales” flagrantes), soñándose un tabaquista de otras eras perecidas. ¿Por qué no hay un Heidegger rioplatense, un Foucault del litoral, un Sartre de Nueva Córdoba? Porque nadie lo quiere. Porque no se lo soporta. Nadie inventa solo su propia vida. En fin, la respuesta es tan evidente que no resiste ser silabeada por la boca de los filósofos nativos, o de la gente así calificada con carnet estatal. Eximidas de Francia sus cuatro o cinco estrellas top, y sus seis o siete de reparto, exonerada Germania de su Heidegger, de su Habermas y diez más, la situación – me temo – es la misma: acoplados de congregaciones de especialistas, paperistas y francotiradores y chimenteros de pasillo. ¿O no? El genio filosófico está interdicto en la Argentina (o en Argentina, para decirlo sin real academia), y sus propósitos son la presa fácil del resentimiento victorioso de las multitudes de obedientes adaptativos. A un país con demasiado pudor en el rubro, pudor filosófico, le da vergüenza el aventurerismo conceptual del estilo metafísico. Por eso su único filósofo en serio ha sido un humorista. Quiso ser un humorista, fue un cómico. Porque necesitó de su biografía – imposible, o sea, agráfica – como suplemento de su texto para dar gracia. Se convirtió en una figura de fotogenia, sobretodo, mirada transida, ojos transparentados, vida risible. Devolvió a la filosofía autóctona – desesperada por convertirse desde los años 30 en una sede nacionalizada del platonismo acá bautizada temiblemente “normalidad” – a un estado de preplatonidad originaria. La “originalidad” (¡aparta de mí ese cáliz!) para un historiador de las ideas filosóficas como Leopoldo Marechal, de todos modos, era una entidad pregriega, previa a los registros gráficos, incluso anecdóticos.




19/11/05