por Luciano García
u otros

3- Los detectives de lo obvio



Yo creo que la filosofía, tal como más o menos se la usa o entiende hasta ahora, no va a dejar nunca de partir de un malentendido para con el lenguaje y a su respecto, un malentendido que podría ser lo que milenariamente se llama razón. La filosofía es a la razón lo que la literatura al lenguaje. De un lado la lógica y de otro la gramática. Pero si la razón es un malentendido ¿qué pasa con la filosofía? O ¿cómo pasa la filosofía?
La filosofía es un área del departamento de la universidad, o una nomenclatura que permite discriminar un catálogo editorial. Fuera de la claridad de esas parcelaciones, nada se sabe con un asidero definitivo. No se sabe muy bien de qué se trata, ni la gente sabe muy bien cuando se está o no ante un objeto de entidad filosófica.

Los que estudian filosofía tienen dos destinos casi irremediables, y para mi gusto de hoy poco felices: uno se llama la docencia, y otro la investigación. Nunca supe bien qué es la investigación, suena raro. La asocio a Sherlock Holmes pero no a Descartes ni a Platón. Freud o Poe, por ejemplo, me suenan a investigadores; pero para mí un investigador privado se detiene en los detalles e indicios, se parece a un novelista en todo caso. A Gombrowicz lo llamaría el “último” investigador; un investigador ¿”paródico”? (me refiero al de la novela “Cosmos”). Un filósofo, en ese rubro, fracasaría ostentosamente. Se perdería en generalidades, en el detalle de contemplar el cielo entero, u otras totalidades más o menos grandes y de cualquier naturaleza. Olvidaría al criminal, y pensaría el monumento de una criminología. Oh, no me odien queridos amigos. Sólo trato de pensar desde ese lugar argentino apodado el del “cínico entontecido”, una actitud de soberbia modestia. Allí donde la inteligencia y la idiotez son para lelas que se unen. Yo quisiera tener para mí, esta tarde, que el “investigador” es una especie de metafilósofo, un Hammett que se mete en la vida de aquel (en un texto de validez filosófica, es lo mismo) para deschavarlo. Investigar y saber son parte de una misma “pulsión” que Freud inventó al momento de descubrirla. Desde esta tradición, la froidiana – según me la contó a mí, al menos, López Ballesteros, su castizador -, investigación y saber (ya que no “sabiduría”) son afiliables. Y son cosas de niños. Es que Freud partió de un lenguaje, el de un cierto positivismo biológico, y lo prodigó en los follajes de otro en existencia por aquel entonces, el de la novela y el cuento policial. Un policial negro – preyanqui – pero todavía poeiano, en su gramática. Dupin, el inventor de todo esto, se convierte en adaptador de Schopenhauer al estilo clínico. Dupin o el Padre Brown de Chesterton, eran al mismo tiempo como sabios, deductivistas cartesianos, e investigadores. Eran quizá filósofos en actitud pragmática que puestos a investigar resolvían casos perfectamente pero de manera inverosimil. Borges, discípulo eximio y rioplatense de aquellos, supo enseñar la filiación entre el policial racionalista, como género, y la inverosimilitud, como procedimiento estético. Puestos estos tipos a trabajar para la Policía Federal, no habrían pasado de ñoquis. Una eficacia ficticia. ¿Tendrá algo que ver con esto la práctica y el destino del “investigador filosófico”? ¿Un investigador de los cielos, de lo inconcreto, de lo ya sabido, de lo obvio?



1/7/05