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Escribe alguien que la crítica del Antiedipo “es mucho más una crítica dirigida al discurso “sobre” el psicoanálisis que al discurso analítico concebido como dispositivo de cura”[1]. Quizá eso quiera decir al sicoanálisis revertido en amo y profesor. Para mí (sic) tengo que es un recelo al Diván (Deleuze es la jactancia – autobiográfica - de no haber sido divanalizado) en tanto cuanto socratismo asistido, a favor de un autosocratismo (Sócrates como primera persona del modo imperativo, yoyó del conócete a ti mismo) que se convierte en “La literatura y la vida” en un inmanente socratismo textista. Deleuze saca el sicoanálisis a la calle para sacarlo de la calle de alguna forma, pone contra sí la privatización pública de ese sicoanálisis amoacadémico (el cura sabelotodo del todosexo) histerizándose el profesor, analizándose el amo, y viceversas diversos…
¿Es el Antiedipo la platonización de la antilogía lacaniana? ¿El sicoanálisis convertido o revertido en un sistema filosófico, en un platonismo, esto es en una fuga (o su simulacro) de la caverna de los signos, del lenguaje, un real ísmo de la materia?
La idea de un sicótico realista, de un autista-activista.
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La filosofía no es un poder escribía en aquel entonces Deleuze. Si me obligan a confesarme, siendo que soy otro, mentiré confesamente que eso me suena a petición de principio con anexo de expresión de deseo – no podría ser de otra manera, por otra parte - , digno de una pequeña suspicacia, a riesgo de seguir cometiendo el ejercicio de una sospecha histerizada (el famoso Protestantismo de lÚtero, un decurso de la “Histérica”, acaso). Sonaba muy lindo entonces, cuando ya se sabía que saber era poder, de alguna manera y viceversa, escapar por esa tangente; pero…No sé muy bien qué se habrá querido decir con eso, y de todos modos ese perorar del discurso setentiano sobre el poder (ochentiano argentinamente…) ha perdido poder, se ha esfumado en otras minucias más allá de los que todavía vivan dignamente una adolescencia fucoltiana en los suburbios del derredor académico. La filosofía tiene sus corporaciones y sus divas portagrama, sus estrados, sus institutos, sus mitines oficiales, sus campeones editoriales, y su caló específico con la varita mágica que divide su permitido y su prohibido, configure eso o no “un poder”. Que la filosofía sea el hombre y su trascender o el deseo, o sea la Wille zur Macht, no es decir mucho, salvo decir que no tiene objeto ni campo ni límites. Lo mismo decir que no sea. Uno podría ir a espiar qué es lo que se hace o se dice y cómo en nombre o con el aval de la filosofía, o sus chapas oficiales o su prestigio bíblico.
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De un momento a otro, la filosofía deleciana, darwinismo social al vesre, por decirlo bien y pronto, deja sus crotos, sus choborras, sus esquizos, sus locos en serio, y se agarra de las manos de los hippies (que ahora se hacen llamar contraculturales y son pelados y con chivita), y, si tuviera otra mano – y a veces la tiene – se agarra del canto progresista-cósmico; y es ahí donde crece el entusiasmo de esa troupe de hacedores de tesis que se agarran también de su jerigonza antigua (rizoma, desterritorialización, devenires menores, agenciamiento, y toda esa cosa) y se termina en una dispersa escolástica con institutos, e institutrices adueñadas de certecitas operativas, o en una ecolalia – que no es lo mismo – con matrícula y extrema prudencia. Son los gafes de ese “molecularismo” que no se sabe si está en el loco, solo malo que driblea entre los extremos del autismo y la paranoia, o en el seno ubérrimo de todas las sectitas menores de fascismos menores que peticionan poderes que tienen sus adversarios (mujeres que piden más bancas en la UCDé, terroristas que piden una nación de clases para ellos y su región, en fin…).
¿Qué es Deleuze ahora, acá? O sea, en todo caso ¿Cómo opera, funciona, en estos pagos y su presente ontológico? Como un extremista; pero universitario. Como la extrema izquierda de un orbe posmarxista con curriculum, de una periferia universitaria y meritosa que puede proclamar el dechado poco confiable de un arquetipo de academia “crítica” y “popular” (el eslogan es de Horacio González, no deleciano, mejor bonapartista-contraarquista, anarcorganicista). Deleuze se va agotando. Yo no lo amo como Tomás Abraham[2] – en público, ya lo hace él ¿para que lo haría yo? - ; lo hablo, con sin hache, ajusto cuentas con ciertos pasados y ciertos interlocutores, y eso ya es demasiado. Por no consumar otro modo de eso, que impactó tanto en uno alguna vez, y que se llamó la indignidad de hablar por los demás.
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[1] H. García Hodgson “Foucault Deleuze Lacan. Una política del discurso”
[2] V. “La Máquina Deleuze”, editado recién.